Soy el «agente mostaza”.
Desarrollo mi labor siempre bajo el más estricto secreto, de hecho, “agente mostaza” es uno de mis múltiples nombres. Me llaman también “mostaza azufrada”, “gas mostaza”, “senfgas” “agente vesicante” “lost” e “iperita”, siendo mis denominaciones militares H, HD y HT.
Voy siempre camuflado bajo olores variados (ajo, cebolla, mostaza, etc.) y mi fórmula química parece un mensaje encriptado: ClCH2CH2SCH2CH2Cl.
La mayoría de la personas me consideran un gas, pero para su sorpresa soy un líquido incoloro e inodoro.
Hasta que hice mi primera intervención en los campos de batalla en la 1ª Guerra Mundial no fueron conscientes del daño que podía ocasionar un agente como yo. Los primeros ataques con armas químicas en esta guerra, fueron con gases lacrimógenos y estornudógenos pasando más tarde al cloro gaseoso.
Las nubes verdes que formaba este gas cloro eran espeluznantes, pero no eran tan letales como las pintaban, se necesitaban altas concentraciones de cloro (1000 partes por millón) para que hiciera daño y destruyera los pulmones. Desde mi punto de vista, era una chapuza de agente químico de guerra ya que si te cubrías la boca con un paño húmedo siempre minimizabas sus efectos, aunque había listillos que decían que era mejor la orina que el agua. Se dieron cuenta más tarde los pobres incautos que el cloro y el amonio de la orina producen gases tóxicos peligrosos.
Supieron de verdad lo que era un agente químico de guerra cuando entré en acción en la batalla de Ypres (Bélgica) donde me lanzaron en el interior de los proyectiles “cruz amarilla”. Dejé a los soldados atrozmente marcados ya que los que no conseguí matar, los dejaba ciegos (temporal o permanentemente) y con problemas respiratorios de por vida. Se les podía ver atravesando los campos en procesión, sin vista, agarrándose a los hombros del compañero que iba delante. No dejé a nadie indemne, incluso pájaros, ratas y el mismo Hitler (era cabo en aquel momento) cayeron doblegados ante mi poder, de ahí que me llamaran “el rey de los gases”.
Me reía para mis adentros con las medidas que diseñaban las tropas para protegerse de mis efectos. Creían que correr hacia mí en lugar de escapar en dirección opuesta o quemar carbón les ayudaría a burlar mi contacto. Llegaron incluso a proponer el montaje de 100.000 ventiladores para dispersarme o equipar a los centinelas con cascos de escafandra y bombearles aire por un tubo desde una distancia de 30 metros.
¿Cómo no iba a burlar esas toscas medidas de defensa, si incluso las máscaras antigás se volvían inservibles ante mi ataque? ¡Soy lipofílico y penetro a través de la piel de ahí que me haya cebado a gusto con los soldados escoceses vestidos con kilts con su piernas al aire!
Mataba o incapacitaba a todo aquel que se cruzaba en mi camino con una crueldad indescriptible. Provocaba tantas bajas que llevaba a los servicios médicos al borde del colapso (hacían falta semanas o meses para que los heridos se recuperasen completamente, sino morían antes por una sobreinfección bacteriana).
La piel ante mi contacto se pone muy roja y grandes ampollas amarillas invaden las áreas afectadas formando cadenas de vesículas como collares de perlas, de ahí viene uno de mis nombres de “agente vesicante”. Los ojos lagrimean y se hinchan con gran dolor, provocando ceguera por daño corneal, el aire entra con dificultad en los pulmones que luchan contra el último estertor de vida, mientras vomitan y hierven de fiebre.
Las lesiones no son inmediatas sino que aparecen en un intervalo entre 2 y 48 horas en función de mi concentración o del tiempo de exposición.
Mi potencial destructivo es tal, que puedo llegar a dejar los huesos sin médula a dosis altas, igual que si fuera un agente radiactivo, por eso dicen de mi que soy un “agente radiomimético” porque simulo los efectos de la radiación.
No existen antídotos contra mi. Lo único que queda es que el organismo resista y vaya regenerando los tejidos afectados lentamente.
En 1925, las naciones que firmaron el protocolo de Ginebra, prohibieron mi intervención pero no mi desaparición. Era muy valioso y contar conmigo era un “as” en la manga, de hecho en la 2ª Guerra Mundial todos los países beligerantes me tenían en sus reservas armamentísticas por lo que pudiera pasar, incluso retocaron mi molécula para ser si cabe más agresivo. Sustituyeron el azufre por un grupo amino terciario, pasando a llamarme “Mostaza nitrogenada” o HN-1, HN-2 y HN-3 en mis denominaciones militares.
Con mi versión mejorada, infundía pánico allí donde me encontraba, así es que mi presencia cerca del frente se volvió una estrategia habitual de defensa, aunque nunca llegaron a utilizarme en la 2ª Guerra Mundial. Sabían que con un brusco cambio en la dirección del viento les saldría el tiro por la culata, ya que las tropas que lanzaban la ofensiva podían verse afectadas de lleno por mi nube tóxica.
Estuve la mayor parte del tiempo en la retaguardia, esperando una intervención que nunca llegaba, así es que no desperdicié la oportunidad de demostrar mi poderío en la 2ª Guerra Mundial cuando el 2 de diciembre de 1943, el navío S.S. John E. Harvey de los aliados, cargado con 2000 bombas en las que yo iba en su interior, fue bombardeado cuando se encontraba atracado en el puerto de Bari (Italia) por la fuerza aérea alemana.
Como se pueden imaginar, me cebé de lo lindo con todos los soldados y con el personal de rescate. Hubo más de un millar de bajas y 800 personas tuvieron que ser hospitalizadas.
No le dieron publicidad al incidente y quisieron mantenerlo en secreto, pero a partir de ahí los científicos empezaron a plantearse mi reinserción. Mi efecto sobre la médula ósea los dejó impresionados. Había destruido la mayoría de los leucocitos sanguíneos así como sus precursores.
Una vez que me absorbo a través de la piel, ataco primordialmente a las células de división rápida como los queratocitos de la piel, el epitelio corneal, bronquial y digestivo así como los hemoblastos de la médula ósea y ¡las células neoplásicas!
Mi objetivo es el código genético, ataco el DNA celular en una lucha cuerpo a cuerpo. Le hago llaves de judo formando enlaces cruzados dentro de las cadenas de DNA o entre las cadenas o entre estas y las proteínas, de ahí mi denominación de “agente alquilante”.
Rompo cromosomas, produzco mutaciones celulares que pueden dar lugar a cancerización e inhibo la división celular.
¡Una poderosa arma de destrucción celular!
Así es aunque les cueste creerlo, pasé de los escenarios bélicos a los hospitales.
Entré a formar parte de misiones médicas donde las células tumorales con una rápida y descontrolada división celular eran mi objetivo.
Conmigo nació la quimioterapia contra el cáncer y tengo el honor de ser el primer “agente citostático” en el tratamiento de tumores malignos y nada más y nada menos que el más utilizado.
En mi lucha antitumoral estoy en primera línea de fuego contra: Linfomas Hodgkin y no Hodgkin, leucemias linfoides, mieloma, linfoma de Burkitt, cánceres de pulmón, de mama, testiculares y de ovario e incluso en tumores infantiles como el neurobIastoma y el rabdomiosarcoma.
Ahora se estarán imaginando que soy un agente tóxico totalmente reinsertado, dedicado de lleno en la guerra contra el cáncer, pero no se fíen, son sólo apariencias. Un agente químico tan letal y efectivo como yo, no le dejan enterrar el hacha de guerra aunque quiera. El hecho de que sea un arma eficaz, difícil de detectar y tecnológicamente sencilla de producir, hacen de mi incluso hoy en día un agente con… licencia para matar.
Mª Jesús