A menudo me gusta mirar con ojos de niña pequeña y analizar todo con ingenuidad, eliminando de mi mente conceptos predeterminados que me inculcaron con mi educación, y desde ahí observar todo por primera vez como si fuera una extraña criatura que de repente la asientan en un marco imaginario. Una criatura fascinada por todo lo que ocurre a su alrededor, pero sobre todo por lo que pasa en su interior, aplaudiendo todas y cada una de las sorpresas que va sintiendo: corrientes de sangre, latidos cardíacos, contracciones musculares, movimientos intestinales, crecimiento, etc. Fenómenos alucinantes por su aparente sencillez, pero que representan la complejidad y sofisticación de un ser que llegó a conseguir un pódium en la carrera evolutiva, gracias a una combinación de elementos que se unieron en perfecta sincronía para trabajar en conjunto.
Uno de esos elementos, y para mí personalmente uno de los más fascinantes, es el hierro, un mineral que se asemeja a una hermosa bestia que sometemos pero que no domesticamos. Una bestia mágica que nace de los últimos estertores de miles de estrellas en nuestro universo y que dentro de nuestro cuerpo la enjaulamos para que trabaje para nosotros. Pero ¡cuidado!, un despiste en nuestros sistemas de control y el hierro campará a sus anchas dentro de nuestro organismo, generando especies reactivas de oxígeno que atacan todo lo que se le ponga por delante, tanto sean membranas celulares, proteínas o la misma central de operaciones corporal: el ADN. Sigue leyendo →