Un virus estable

Isaac Asimov decía que “El aspecto más triste de la vida hoy en día es que la ciencia recopila conocimientos más rápido de lo que la sociedad recopila sabiduría”.

Nos cuesta creerlo o mejor dicho admitirlo que cuanto más sabemos más cosas ignoramos y deseamos que en un futuro no muy lejano todo cambie.

Imagínense que se diseñe una mini tarjeta de memoria externa para insertar en una parte de nuestro sistema nervioso y que nos permitiera acceder a todas las bases de datos de medicina que existen hasta el momento. ¿Sería ideal o no?

Aún así, ¿quién nos dice a nosotros que un personaje siniestro no pudiera insertar un virus en nuestra tarjeta e incrustar información poco fiable en ella con datos no demostrados o incluso inventados? Sería un desastre, ¿verdad? Veríamos enfermos con cáncer tomando productos sin utilidad, muertes por enfermedades infecciosas fácilmente prevenibles con vacunas, enfermedades psiquiátricas tratadas con exorcismo… Sería casi, como una vuelta a las cavernas y aunque les pueda causar repulsión, mucha gente asimila ese tipo de información, potencialmente peligrosa de forma activa y voluntariamente, sin darse cuenta que ponen en peligro a toda su familia.

Para demostrárselo, vamos a entrar por un momento en la habitación 207 de un sanatorio infantil, donde conoceremos a un niño cuyo dolor podía haber sido evitado si sus padres estuvieran mejor informados y fueran conscientes del peligro de tomar decisiones en materia de salud sin fundamento científico.

Shhhhh… Vamos a entrar:

 – ¡Abrázame fuerte osito! ¡Tengo miedo! Mi mamá hace horas que se fue y no tengo noticias de ella.

¿Y sí la atropelló un coche? ¿Y si el doctor ogro la atrapó y la tiene secuestrada? ¿Y si al abuelo le pasó algo? ¿Y sí…?

Quiero apartar estos pensamientos de mi mente, pero no soy capaz.

La última gota de suero está atravesando el tubo en dirección a mi vena y pronto entrará la enfermera a cambiármelo.

Mi compañero de habitación hace un rato que está dormido, de todas formas, aunque estuviera despierto y quisiera decirle algo, no valdría de nada porque no me escucha. Cuando le hablo, me mira sorprendido, pone cara triste y se gira hacia otro lado.

La primera vez que lo vi, pensé que era sordomudo, hasta que lo oí chillar llamando a su mamá, una tarde que se cayó de la cama. Al verlo en el suelo con aquella cara de tonto y el pijama todo abierto, enseñando el pajarito, yo no podía parar de reír. Al oír los gritos, dos enfermeras vinieron corriendo para ayudarlo. El niño se fue incorporando lentamente, a la par que un mar de lágrimas se deslizaban silenciosamente por sus mejillas.

Pensé que iba a recibir una buena regañina, pero no fue así. La enfermera más joven me dijo con voz dulce que no me debía reír de las desgracias ajenas, sobre todo porque mi compañero de habitación lo estaba pasando muy mal. Ambos habíamos sido infectados por el mismo virus, pero con él se ensañó especialmente, dejándolo sordo y con alguna dificultad intelectual de por vida.

A partir de aquel día lo miré con otros ojos.

osito

Fuente: Cortesía de la autora

 – ¿Osito, por qué no viene de una vez por todas mi mamá? Sigue leyendo